La actitud de los Recursos Humanos ante la innovación y el cambio
Por Marcelo Bonzón
Convencido de que las palabras que utilizamos definen el sentido y sentimiento que le damos a las cosas, es fácilmente deducible arribar a una primera conclusión si analizamos con detenimiento el título de este artículo. En él nos vamos a encontrar con algunas señales muy claras que definen la realidad que atraviesan buena parte de nuestras organizaciones: actitud, recursos humanos, innovación y cambio. Pero por sobre todo, estas palabras nos muestran la realidad que a muchas organizaciones les gustaría atravesar.
Convertir palabras en hechos
En primer término, siento la responsabilidad de aclarar el hecho de haber acuñado el término “recursos humanos” por ser reconocido en el lenguaje empresarial para hacer referencia al principal factor estratégico de cualquier tipo de organización, pero soy plenamente consciente que no se puede concebir al ser humano como un “recurso” y que la misma es una idea antediluviana que se corresponde con paradigmas empresariales bastante añejos.
Si nos quedamos con el concepto “recurso humano”, entonces estaríamos aceptando que las personas se pueden administrar como cualquier otro recurso, es decir, como cualquier otra cosa. Por eso, prefiero hablar de que el artículo trata sobre el “talento humano” y sobre la necesidad de implementar en las organizaciones un conjunto de acciones orientadas a gestionar sus conocimientos, competencias, actitudes y aptitudes.
Y eso inexorablemente nos lleva, entre otras cosas, a obtener la segunda conclusión: es necesario potenciar las capacidades de aprendizaje de las personas si pretendemos innovar en nuestras organizaciones.
Hecha esta aclaración, podemos entonces empezar a hablar de la actitud, lo cual supone una nueva responsabilidad: convertir las palabras en hechos.
El perfil del talento humano de este tercer milenio debe estar más que nunca vinculado a la realidad del contexto en el que operan las organizaciones, y dentro de él, la actitud de las personas de saber adaptarse a nuevas situaciones y la flexibilidad de pensamiento, cobran cada vez mayor protagonismo. La forma de pensar y actuar de las personas, el comportamiento que emplean los individuos para hacer las cosas, es lo que en definitiva nos permitirá enfrentar con éxito los procesos de cambio a los que nos introduce esta nueva realidad.
Hoy no basta con asignar recursos para capacitar al personal, porque “todo el mundo lo hace”. Si nos quedamos con la idea de que “si se hace, por algo debe ser”, estaríamos cayendo en la mediocridad de pensar que con esa acción podemos asegurarnos resultados. Si una organización intenta tener un buen desempeño basado en conjeturas, apenas se quedará con eso: con el intento. Y para hacer frente a la realidad, todos sabemos que la buena intención no nos alcanza.
El actual contexto exige de las organizaciones mucho más que la simple transmisión de conocimientos hacia las personas que las integran para que puedan desarrollar su capacidad de “saber hacer”. Hoy es necesario ir mucho más allá y enfocarse también en identificar y desarrollar las competencias de las personas para “saber ser y estar”, para luego trabajar en el desarrollo de actitudes que propicien el “querer hacer” y de aptitudes para “poder hacer”.
Y casi sin darnos cuenta, hicimos referencia a una tercera palabra: el cambio. Hoy ya no podemos decir que el cambio es algo nuevo, porque en realidad llegó hace bastante tiempo para quedarse entre nosotros. Y plácidamente instalado en las economías latinoamericanas, no nos queda otra que convivir con él, porque al fin y al cabo es lo que marca la realidad circundante de nuestras organizaciones.
Desde que comenzamos a transitar este tercer milenio estamos viviendo cambios, hablando de cambios, porque las organizaciones “necesitan” seguir cambiando para adaptarse a un contexto que es muy dinámico, complejo, sorpresivo, turbulento. “Porque las organizaciones necesitan mejorar y para eso deben cambiar!”, decimos o escuchamos…
Y está clarísimo que prácticamente no existe persona u organización en el mundo que no esté haciendo algún esfuerzo por mejorar, para lo cual decide introducir cambios. En muchos casos los cambios se dan por imposición, son forzados, inducidos, y de gran magnitud; en otros, se dan por disposición, son ocasionados por el entusiasmo, por las nuevas tecnologías, por ser los primeros, y a través del cambio, para mejorar la situación competitiva.
Y en toda esta vorágine, las organizaciones se olvidan de que el punto de partida todavía es el mismo: hay que empezar a pensar porque de allí siempre surgen las ideas para introducir cambios y nuevas maneras de hacer las cosas. Porque en definitiva, el cambio es lo que nos proporciona la oportunidad a lo nuevo y lo diferente.
Y esto no es una casualidad: las organizaciones todavía usan fórmulas que son obsoletas e ineficaces, donde pareciera que es más fácil improvisar que planificar. Porque pensar requiere atención y esfuerzo, y “no hay tiempo para eso”.
Y ello nos lleva inevitablemente a un cuarto concepto: la innovación.
Como decía Peter Drucker, la innovación sistemática consiste en la búsqueda organizada y sistemática de cambios, y en el análisis de las oportunidades que esos cambios nos pueden ofrecer para la innovación económica o social.
Una vez más, forjamos otra rápida conclusión. No existen “fórmulas magistrales”, “recetas mágicas” ni “remedios caseros”: para cambiar la forma de hacer las cosas, tenemos que cambiar la forma de pensar. Sin embargo, la realidad muestra que muchos de estos cambios no tienen éxito. Esto no es casualidad: las empresas no siempre evalúan bien su deterioro competitivo y usan herramientas que, a menudo, no son eficaces. Aún con disponibilidad de recursos, del apoyo de la mejor bibliografía y de los mejores profesionales, las empresas se equivocan.
Nos malacostumbramos a una época de mercados perfectos o cuasi-perfectos y nos hicimos a la idea que incorporando “nuevos” conceptos y aplicando “eso” de la cadena de valor, podríamos aplicar una serie de estrategias en nuestra organización que nos posibilitaría diferenciarnos de la competencia, creando valores que nos harían destacar en esos mercados por mucho tiempo.
Y obviamente que nos equivocamos, y mal, porque cuando empezamos a dominar ese lenguaje y entender de qué se trataba, aparecieron nuevos enfoques y estrategias como la “coopetencia”. Así entonces, la unión entre cooperación y competencia empezó a sustituir el enfoque de la cadena de valor clásica e individual de las empresas por una red de valor entre sus participantes. Y una vez más, el cambio nos trajo secuelas. Aparecieron más conceptos, nuevos diseños y modelos de negocios, empresas “star up” y “spin off”, clusters, aglomeraciones productivas, distritos industriales… (y la lista es más larga todavía).
Desafiar las intenciones
Si antes hablábamos de convertir palabras en hechos, entonces podemos plantearnos el desafío de convertir intenciones en acciones. Y el desafío de las intenciones nos conduce al desafío de las motivaciones.
¿Qué nos mueve? ¿Qué nos motiva? ¿Qué nos detiene? ¿Qué nos desmotiva? Parece que recién nos ponemos en movimiento para pensar cuando tenemos la necesidad de que “algo” funcione mejor de lo que está funcionando hasta el momento, cuando se nos presente una disconformidad, cuando haya voluntad de cambio, cuando realmente haya una sensación de que algo está siendo problemático, cuando exista cierta intención “creativa” y predisposición a la acción.
Si dedicáramos tiempo a buscar en la literatura existente una definición de motivación, seguramente encontraríamos muchísimos conceptos. De hecho, así es en la práctica, y lo más curioso de todo es que la motivación es bastante difícil de definir, puesto que se ha utilizado en diferentes sentidos.
Por eso, antes de hablar de las motivaciones, es prudente analizar lo que es un motivo: un motivo es aquello que impulsa a una persona a actuar de determinada manera o que, por lo menos, origina una propensión hacia un comportamiento específico. Y ese impulso a actuar, puede ser provocado por un estímulo externo, como también internamente por los procesos mentales que caracterizan a los individuos. O sea, por si no se entendió: otra vez se trata de pensar. Y si no se notó, nuevamente estamos usando la palabra clave “comportamiento”.
En las investigaciones sobre la motivación, se han utilizado varios términos para describir ese comportamiento, esa fuerza motivante en la conducta humana. Algunos de los términos más utilizados han sido: “empuje”, “aspiraciones”, “deseo”. Aunque cada término tiene un significado preciso en la teoría psicológica y hasta en el diccionario de la Real Academia Española[1], cada uno de nosotros los percibe de acuerdo a su propia necesidad, y seguramente más de uno tendrá su propia definición o significado. Y hasta es probable que si presentara varias definiciones, más de un lector podría sentirse más identificado con determinado concepto, ya sea porque le resultó más fácil de comprender o porque “dice mucho” de lo que piensa de la motivación.
Y ello resulta así porque todas las personas somos diferentes. Porque tenemos necesidades diferentes que varían de individuo a individuo y que producen diversos patrones de comportamiento. También de hecho, tenemos diferentes valores sociales y capacidades individuales para alcanzar diferentes objetivos, que también, por cierto, varían con el tiempo.
Pero a pesar de todos esos cambios, hay un elemento en común: el proceso que dinamiza el comportamiento es más o menos semejante en todas las personas.
Ya sea que se trate de “aquellos factores capaces de provocar, mantener y dirigir la conducta hacia un objeto” (Rodil y Mendoza), de “moverse, conducirse o impulsarse a la acción” (Munch y García) o del “estado interno de un individuo que lo hace comportarse en una forma que asegure el logro de algunas metas” (Samuel Certo), la motivación está caracterizada por impulsos.
Actitud hacia la innovación
La realidad nos indica que la forma correcta de actuación en las empresas pasa por transformar y adoptar las diferentes variables y estrategias a las demandas actuales del mercado, ya que él ha sido quien realmente ha adquirido el derecho a reclamar una nueva manera de actuar tanto de la empresa como de los organismos públicos, en los que se tome conciencia de la importancia del cliente, de contribuyentes, de consumidores y usuarios. Y que empiecen a “pre-ocuparse” por entenderlos, y por brindar respuestas precisas a las necesidades que manifiesten.
Antes decíamos que no bastaba con saber hacer las cosas; ni siquiera con saber hacerlas muy bien; y que había que hacerlas mejor. Hoy, además de todo eso, hay que saber hacerlas de un modo diferente, pero también “querer” y “poder” hacerlas de manera diferente.
Desde esta perspectiva, la innovación se presenta como la capacidad de cambio o transformación de nuestros productos, servicios, procesos o sistemas de gestión, independientemente de que se trate de “la” modificación o de una pequeña mejora.
Recordando lo que señalábamos antes, una investigación, un descubrimiento científico o simplemente una buena idea, no se convertirá en una innovación hasta tanto no se la lleve a la práctica.
La capacidad de innovar es básica para responder a las nuevas necesidades del mercado y hacer frente a la competencia, cada vez más globalizada. Y en esta tarea no se está generalmente solo. Hay algunos que ya tomaron esa actitud, y otros que lo intentan…
Ya citamos a Peter Drucker y no podemos dejar de lado a Michael Porter, para quien la innovación incluye mejoras en tecnología y mejores formas de hacer las cosas.
La innovación puede manifestarse de diferentes maneras: cambios en productos, cambios en procesos, nuevos enfoques de marketing, nuevas formas de distribución, nuevos alcances. Los innovadores no sólo responden a las posibilidades de cambio, sino que fuerzan para que se produzca más rápido.
Gran parte de la innovación, en la práctica, tiene un carácter muy básico e incremental más que un carácter radical. Depende más de la acumulación de pequeños avances y reflexiones que de grandes descubrimientos tecnológicos. A menudo necesita de ideas que no son nuevas, pero que nunca se han potenciado con fuerza. Resulta tanto del aprendizaje organizacional como de actividades formales de I+D. Y siempre necesita inversiones en el desarrollo de conocimientos, competencias, actitudes y aptitudes.
Es fundamental aprender a innovar y a utilizar la tecnología como soporte de la innovación de forma eficiente. Debemos poder ofrecer al mercado nuevos productos y servicios que se adapten a las necesidades reales o las que perciben los clientes, mejor que las opciones que ofrecen nuestros competidores.
Las ventajas que pueden encontrarse frente a los competidores, se derivan de distintos factores de “oportunidad”:
- Una mejor concepción y un mejor desarrollo del producto
- Sistemas de fabricación más eficientes
- Una mejor organización, distribución, servicio post-venta, etc
La innovación no necesariamente es el resultado de la gestión de la tecnología enmarcada en un proceso lineal, que según una concepción clásica resultaría de la secuencia de procesos que empieza por la investigación científica y termina por su implantación comercial. En realidad las oportunidades de innovar, y de obtener como consecuencia ventajas competitivas sostenidas por algún tiempo, se pueden producir en cualquier elemento del complejo mundo de la actividad empresarial, sin que se precise un efecto de “encadenamiento” de procesos.
Llegado a este punto, confío en que, aunque tal vez por caminos poco lineales o académicos, se han respondido algunas preguntas acerca de la necesidad de desarrollar la actitud para generar innovaciones en un contexto tan cambiante como el actual.
Habría que añadir tan solo lo siguiente: aunque la innovación y el desarrollo tecnológico están impregnados de circunstancias y dificultades que tienden a obstaculizar y desincentivar su aplicación, todavía la mayoría de las empresas con éxito innovan de forma continua y sistemática.
Si esto es así, entonces existe una actitud hacia la innovación porque la misma les resulta imprescindible para sobrevivir.
En resumen, existen muy diversas ocasiones que permiten encontrar una oportunidad para innovar, lo que es sinónimo de oportunidad de emprender. La directa correlación entre la capacidad de innovación y la capacidad de emprender, creo que está muy clara.
Pocas posibilidades de éxito van a quedar si, por muchas herramientas de management que se conozcan y dominen, no existen buenas ideas para poner en juego, en mercados cada vez más competitivos.
Mis amigos lectores, les pido que no se asusten. Innovar no es tan difícil como parece, y, en muchas ocasiones, hasta es divertido.
Hasta la próxima.
[1] La Real Academia Española define al Empuje como: 1. m. Acción y efecto de empujar;.3. m. Brío, arranque, resolución con que se acomete una empresa; 4. m. Fuerza o valimiento eficaces para empujar; a la Aspiración (Del lat. aspiratĭo, -ōnis) como: 1. f. Acción y efecto de pretender o desear algún empleo, dignidad u otra cosa; 3. f. En la teología mística, afecto encendido del alma hacia Dios; y al Deseo (Del lat. desidĭum) cmo: 1. m. Movimiento afectivo hacia algo que se apetece; 2. m. Acción y efecto de desear; 3. m. Objeto de deseo.